jueves, enero 03, 2008

Prepotencia y Directivos .-


Uno, que tiene el vicio de cuestionarse todo, o casi todo, que la dimensión universal no la controlo, no ha dejado de preguntarse si más de diez años de crecimiento económico elevado no tendrán algo que ver en su bagaje de resultados profesionales. En román paladino, si todo va bien, lo extraño sería que me fuera mal. Esto se explicaría por mi manifiesta ineptitud.

Sin embargo, si me va bien cuando a casi todo el mundo le va bien, si acierto cuando casi cualquier decisión sería acertada, aunque no buena ni perfecta, si en este río plagado de peces yo también pesco, la cuestión comienza a mosquearme. Bueno, tanto como mosquearme no pero, ¿puedo entonces engalanarme con medallas que no sé si son propias o ajenas? ¿Ustedes lo tendrían claro? ¿Sabrían si era cosa suya o de la coyuntura?

Esto me trae a la memoria, lo cual es un lujo pues ya saben que no está para muchos brindis, una palabras de un consultor con quien mantuve un breve pero interesante encuentro. En su presentación inicial nos indicó que un rasgo característico de los directivos españoles era, seguro que no pueden creerlo, la prepotencia. Utilizó ese sustantivo exactamente.

Prepotencia: la verdad es que suena duro. Pero duro es, así que dejémonos de eufemismos. No se trata de tener carácter. Ni personalidad. Ni de tener las cosas claras. Ni de tener visión (no vean hasta dónde estoy de la visión de los Mr Magoo de turno que se jactan de predecir el futuro, cuanto más lejano mejor, mientras que ignoran de manera involuntaria de qué tamaño es el pedrusco con el que van a tropezar en el próximo paso). Ni de la presión que sufren nuestros pobres directivos “echaos p’alante”, la cual les hace un poco vulnerables a los modos demasiado rudos y directos.

Ser prepotente es como ser guapo o listo: se nace con ello aunque se puede mejorar o atenuar en función de la atención y esfuerzo que se le preste. En el caso de virtudes, de características positivas requieren de trabajo para mejorarlas y es difícil ocultarlas.
En el caso de los defectillos o vicios ocurre lo mismo. Pero aquí el trabajo debe ser para atenuar sus efectos negativos y no en sentido contrario. Así, el estúpido debe esforzarse en no serlo, o al menos en no parecerlo. Es la ventaja que tiene la omisión de acción en los aspectos negativos de la personalidad: si uno no hace nada pasan desapercibidos. Volviendo al caso anterior: mejor callar que errar.

Sin embargo, entre nuestros queridos amigos, los directivos españoles “de éxito”, el silencio es el gran desconocido. Desestiman al mejor aliado, el que más les va a enseñar pues les concederá una doble ventaja: la primera, la de escuchar a los demás; la segunda, y más importante dependiendo de lo que debería callar cada cual, que nos evitará decir tonterías.
La verdad es que uno que ha viajado mucho lo ha visto y vivido. Somos fáciles de reconocer y destacamos especialmente en lugares en los que nos mezclamos con profesionales de otras culturas, como en los aeropuertos, lugares que durante mucho tiempo han sido mi segunda casa, casi primera, así que un poco de esto sé (dicho con la mayor humildad, no piensen que también peco de prepotente).

Escuchen, si tienen la oportunidad, una conversación telefónica de uno de estos superhéroes, preferiblemente en un aeropuerto, y no se alejen que no hace falta pues les encanta que les miren y vean (hasta aquí ha llegado el síndrome gran hermano y su afán de exhibicionismo). Deleítense con las órdenes y comentarios de estos gestorcetes de PinyPon y su aroma a tertulianos de las sobremesas de televisión, esas en las que más razón tiene quien más grita o quien más nutrida vena muestra en el cuello. Lamentable pero real como la vida misma.

Como real fue la pregunta que cierto día me hice, esta vez en un evento que reunió a buena parte de lo más granado de la dirección y estrategia en nuestro país. Los ponentes eran de lo más selecto del management internacional por lo que, en buen lógica, los asistentes también, a nivel nacional esta vez. Una vez vistas unas cuantas conductas de lo más arrogante y televisivo que había presenciado nunca, me pregunté: si ahora se desintegrara este salón, ¿cuántas empresas mejorarían su calidad humana? ¿Y cuántas empeorarían sus resultados?

Todas y ninguna me respondí; creo que lo hice en ese mismo orden, no recuerdo bien. En todo caso, eso es algo que dejo para ustedes: decidan si, por una vez, el orden de los factores no altera el producto.

Ah, por cierto, a mí despéjenme de la ecuación no vaya a ser que sean Ustedes capaces de desintegrar esa sala de verdad y me pillen en medio, que yo estaba allí porque entré como los de Mecano a tu fiesta.

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