sábado, enero 12, 2008

El tendero de la Argesquina .-


Se las trae el palabrejo, ¿no? Seguro que muchos de Ustedes (lo de muchos es por darme moral, que uno anda muy necesitado de ella últimamente) recuerdan 13 Rue del percebe. Exacto, el edificio que dejaba ver la intimidad de sus inquilinos en la contraportada de los tebeos de hace 30 años.

¿Y recuerdan que en el local de la planta calle había un tendero algo taimado y ruin? Bueno, pues ese era el tendero de la esquina, como los que había en cada barrio y casi en cada calle cuando uno era púber, hace tiempo ya.

Estos locales se nutrían de las ventas a vecinos y poco más. Nada que ver con los hiper o centros comerciales de ahora. En ellos ni conocemos ni nos conocen, y dicho sea de paso, ni falta que hace. La única, pero determinante ventaja, era la cercanía, la distancia, siempre escasa entre ambos puntos de interés: el de comprar y el de vender.

Como cuando hablan de tragedias o cosas que no nos interesan, al oír hablar de globalización, de la permanente amenaza o ventaja de contar con un sólo mercado, la cosa tampoco va con nosotros. Eso es algo que queda para las empresas, especialmente las multinacionales, y que afecta a los demás, a nosotros ni de refilón.

Veamos si es así. Voy a contarles mi primera experiencia de lo que es globalización desde un punto de vista personal, no profesional. En este último campo mi experiencia de saberme “globalizado” o de “globalizar” a otros es bastante más amplia.

Uno, que se ha vuelto ya nostálgico por el paso de los años, y la llegada de la edad como dirían nuestros queridos “consulteros”, trata de anclarse a aquello que de joven le permitió sentirse integrado. Donde o con quien fuera, pero integrado. Pero especialmente, trata de obtener aquello que en su día fue inalcanzable, casi siempre por motivos económicos, y que le habría permitido integrarse en un estadio muy superior. Es decir, de estar con la elite, normalmente gente con más posibles, lo cual venía a traducirse en el pack flower-power. A saber: moto (de más de 74cc; por debajo eran “molinillos”), novia de las guapas, no cualquiera, Levi’s y Castellanos y algo de pasta para tomar algún refresco. Qué le voy a hacer, uno aspiraba a ser pijillo pero se quedó en el intento. En todo caso, cada cual que lo ajuste a sus traumas de adolescente.

Sí, ya sé, vaya aspiraciones más prosaicas. Que sí, tienen ustedes toda la razón pero, que tire la primera piedra... Ya saben qué quiero decir.

Pues como iba diciendo, ya en aquel entonces había cosas que deseaba pero que no podía conseguir. Casualmente, o no tan casualmente, hace un par de años vi que Adidas había comenzado a relanzar algunos de sus modelos de zapatillas más afamados. Línea Retro lo llaman. Mi primera reacción fue la de no considerarme un bicho raro, al menos por tratar de llevar unas zapatillas que quise llevar 30 años atrás. La segunda, buscar en internet la magnitud de esos relanzamientos.

A pesar de merecer una mirada atrás en el tiempo, la cosa no daba demasiado de sí pues los modelos no eran todos y eran discriminados por países. Así, algunos de ellos sólo se encontraban en determinadas naciones, como pasa ahora con el talante y el talento, que se concentra por zonas. Tras un buen tiempo de búsqueda con vagas referencias a aquel modelo del que creía conocer el nombre las vi en una foto en la red.

Indescriptible orgasmillo, que para más no daba: las zapatillas que todos en la clase, qué en la clase, en el cole mirábamos y admirábamos estaban disponibles de nuevo. Pero, oh puñetera realidad, ¿estaban realmente accesibles? Uno, que le pega a internet pero no para compulsionarse con compras a lo loco ¡hey!, duda bastante de que de unos cuantos unos y ceros puedan salir unas zapatillas de la máquina del tiempo. Y otra cosa, en caso de que me aventurara a comprarlas, ¿las recibiría o me darían sólo aire y una ilusión por mi pasta como hacen las marcas de moda carísimas? Y la tercera y más importante: ¿de qué tamaño podría ser el roto si osaba pagar con mi tarjeta de crédito?

Bueno, de todos modos, tras 30 años de espera de vano porvenir, la aventura y apuesta merecía la pena. Pero antes, y recordando las sabias palabras de la mujercica de la pañoleta, los experimentos con gaseosa. Así que pregunté cómo hacer que el roto económico de no mediar entrega de las conocidas “zapatas” fuera el menor posible.

PayPal me dijeron y explicaron. La verdad es que el truqui es sencillo y efectivo: ponemos un intermediario entre comprador y vendedor y así el vendedor sólo recibe de Paypal la pasta que el vendedor le ha comunicado. pero no recibe ni un solo dígito de la tarjetita de crédito. Así todos tranquilos (me dirán que el sistema es mucho más completo y seguro, etc., etc. así que quien lo conozca y quiera explicar que lo cuelgue en forma de post en este mismo blog): el que paga no asume riesgos adicionales más que por le valor de la compra y el que vende tiene la certeza de cobrar.

Pero, uno que ha crecido al amparo de las pelis de buenos y malos y ha visto a muchos de los primeros darse la vuelta para rematar al “malo malismo” de la peli, el cual quería, en un despiste del bueno y tras haberle perdonado la vida, hacerle pupita de la buena no se fía ni de su padre y por ello siguió indagando.

Ya en el banco (el que siempre gana ¿o era la banca?) me dijeron, tranqui tron, te hacemos una tarjeta virtual de débito y precarga. Joder, pensé, vaya pasote, ahora también te tunean las tarjetas. Que no, que no, que se trata de un número de tarjeta de crédito que no tiene soporte físico, osea, que se usa sólo en internet, y que sólo responde por el dinero que le hayas precargado. De este modo el roto queda limitado a esa cantidad y no se te ve el culito aunque se te rompa el pantalón.

Bueno, mucho más tranquilo, no vayan a comparar, me lancé a comprarlas, sin pujar ni nada, a pelo, que 30 años no son nada.

A los cuatro o cinco días, y a pesar de haber recibido un mensaje confirmando mi pérdida de ciber-virginidad por valor de 50 pavos, envié un mensaje al vendedor preguntando por el plazo de entrega. Dos semanas desde que fueron expedidas, hace ya cinco días, señor.

¿Y saben qué? Pues que han llegado. Y han llegado bien. Y ha llegado lo que yo compré. Pero no de donde lo compré. ¿No? Pues no, puesto que las compré en USA (lo siento llamazares, almodovar y bardem) y ¡me han llegado de Argentina! tras haber sido fabricadas en Brasil. Ahí es ná. Y todo, porte incluido, a un precio muy inferior a zapatillas similares que pueden encontrarse en los comercios de mi ciudad. Increíble.

Imagínense mi cara de breva tras dos horas y media mirando y admirando el objeto de mis desvelos y traumas de los últimos 30 años de mi existencia. Pero la breva se tornó en bollycao cuando me di cuenta de que me ha resultado mucho más cómodo que ir a una tienda. Sin moverme de casa, sin aglomeraciones, sin aguantar expendedores (ver post Su tabaco, gracias en este mismo blog), sin andar de sitio en sitio buscando y preguntando. Está claro que no todo son ventajas. Inconvenientes los habrá, seguro.

Pero lo que más me sigue sorprendiendo es que ni conozco a quien me lo ha expedido (ni siquiera expendido y mucho menos vendido) y que el citado pollo puede tener una tienda más pequeña que el quiosco de don Julián, el amigo de Espinete. Y ahí está, con un par, comprando en Argentina para venderle a un gilipón de “Apaña”.

Y es que uno ya no sabe quién es quién. Yo, como le cogido cariño a este, mi primer amor cibernético no virtual ni platónico, y lo considero casi como un clon de mi tendero habitual, el de la esquina, lo llamaré el tendero de la Argesquina para saber que es el de Argentina.

Que vendan Ustedes pronto y mucho en internet, a pesar de que les cambien el nombre.

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